Wladyslaw Szpilman: «El pianista del gueto de Varsovia»

El pianista del gueto de Varsovia es un libro de las memorias del músico polaco de origen judío Wladyslaw Szpilman, escrito y elaborado por un autor polaco, Jerzy Waldorff, quien se reunió con Szpilman en 1938 en Krynica (Polonia) y se convirtió en amigo suyo. El libro está escrito en primera persona y en él cuenta como sobrevivió a las deportaciones alemanas de judíos a los campos de exterminio, la destrucción de 1943 del gueto de Varsovia y en 1944 el Alzamiento de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial.

La primera versión de este libro se publicó en Polonia titulado Śmierć miasta (Muerte de una ciudad), publicado por la editorial polaca Wiedza, pero enseguida fue retirado de la circulación por las nuevas autoridades comunistas polacas.

En 1998, el hijo de Szpilman, Andrzej Szpilman, publicó las memorias de su padre, primero en alemán como Das wunderbare Überleben (La milagrosa supervivencia) y luego en inglés como El pianista. Más tarde se publicó en más de 30 idiomas. En 2002, Roman Polanski dirigió una versión para la pantalla, también llamada El pianista, pero Szpilman murió antes de que la película fuera terminada.

Jorge Drexler: «El pianista del gueto de Varsovia»

1 La hora de los niños y de los locos

Comencé mi carrera como pianista de guerra en el Café Nowoczesna, que estaba en la calle Nowolipki, en el mismo corazón del gueto de Varsovia. Para la época en que se cerraron las puertas del gueto, en noviembre de 1940, hacía tiempo que mi familia había vendido todo lo que podíamos vender, incluso nuestra más preciada pertenencia doméstica, el piano. La vida, por demás insignificante, me había obligado sin embargo a vencer mi apatía y buscar alguna forma de ganarme el sustento; gracias a Dios, había encontrado una. El trabajo me dejaba poco tiempo para cavilaciones, y la conciencia de que toda mi familia dependía de lo que yo ganara me ayudó a superar poco a poco mi anterior estado de amargura y desesperación.

Mi jornada laboral comenzaba a primera hora de la tarde. Para llegar al café tenía que recorrer un laberinto de callejuelas que se adentraban en el gueto o, si por el contrario me apetecía observar las emocionantes actividades de los contrabandistas, podía rodear el muro.

Las primeras horas de la tarde eran las mejores para el contrabando. Los policías, agotados tras una mañana de llenarse los bolsillos, estaban menos alerta, ocupados en hacer recuento de sus ganancias. Inquietas figuras se asomaban a las ventanas y portales de los bloques de viviendas situados a lo largo del muro. y volvían a ocultarse, esperando con impaciencia el tableteo de un carro o el estruendo del tranvía. De vez en cuando el ruido al otro lado del muro se hacía más intenso y, al paso de un carro tirado por caballos al trote, se oía la señal convenida, un silbido, y volaban bolsas y paquetes por encima del muro. Quienes habían estado al acecho salían a la carrera de los portales, agarraban a toda prisa el botín, volvían de nuevo al interior y un engañoso silencio, lleno de expectación, nerviosismo y cuchicheos, volvía a caer sobre la calle minuto tras minuto. Los días en que la policía se ocupaba con más energía de su trabajo se oían ecos de disparos mezclados con el ruido de las ruedas de los carros, y por encima del muro volaban, en lugar de bolsas, granadas de mano que explotaban produciendo fuertes estampidos y desconchones en las fachadas de los edificios.

Los muros del gueto no alcanzaban el suelo en toda su longitud. A intervalos había largas aberturas en la base, por las cuales afluía agua que procedía de las zonas arias de la ciudad y circulaba junto a las aceras judías. Los niños usaban esas aberturas para el contrabando. Se podían ver diminutas figuras negras de piernas escuálidas, con unos ojos que lanzaban a hurtadillas miradas aterrorizadas a izquierda y derecha, corriendo hacia los huecos desde todos lados. Después unas manitas negras arrastraban los fardos a través de las aberturas, fardos que muchas veces eran más grandes que los propios contrabandistas.

Una vez que los tardos estaban de este lado, los niños se los echaban al hombro; encorvados y tambaleantes bajo la carga, con las venas azuleándoles las sienes a consecuencia del esfuerzo y respirando trabajosamente por la boca, se dispersaban en todas direcciones como ratitas asustadas.

Su trabajo era tan arriesgado como el de los contrabandistas adultos y entrañaba el mismo peligro para su vida. Cierto día que caminaba junto al muro vi una operación infantil de contrabando que parecía haber alcanzado un final feliz. El niño judío, todavía al otro lado, sólo tenía que seguir el mismo camino que su fardo y atravesar el muro. Ya asomaba en parte su delgadísima figura cuando, de repente, comenzó a gritar y al mismo tiempo oí el ronco bramido de un alemán al otro lado del muro. Corrí hasta el niño para ayudarlo a pasar lo más deprisa posible pero, a pesar de nuestros esfuerzos, quedó atascado por las caderas en la abertura. Tiraba de sus bracitos con todas mis fuerzas mientras sus gritos se hacían cada vez más desesperados; podía oír los golpazos que le propinaba el policía desde el otro lado del muro. Cuando por fin conseguí sacar al niño, murió. Tenía la columna destrozada.

En realidad, el gueto no se alimentaba de este contrabando. La mayoría de los sacos y paquetes que pasaban por encima del muro contenían donativos de los polacos a los judíos más pobres. El verdadero negocio del contrabando, el habitual, lo dirigían potentados como Kon y Heller; era mucho más sencillo y también más seguro. Bastaba con sobornar a los policías de guardia, los cuales cerraban los ojos en los momentos convenidos, para que cruzaran la puerta del gueto, ante sus narices y con su acuerdo tácito, verdaderas columnas de carros que transportaban alimentos, bebidas caras, manjares exquisitos, tabaco recién llegado de Grecia, y artículos de fantasía y cosméticos franceses.

En el Nowoczesna podía ver todos los días esos productos de contrabando. Era un café frecuentado por ricos, que acudían allí cargados de joyas de oro y diamantes. Entre taponazos de champaña, busconas de llamativo maquillaje ofrecían sus servicios a los especuladores, sentados ante mesas repletas. Perdí dos ilusiones en ese café: mi fe en nuestra solidaridad general y en la musicalidad de los judíos.

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