Doutrina fascista


Antonio Fernández: Hª universal (Vicens Universidad) [pp 495-499]

No se debería hablar de doctrina en un movimiento que nunca pretendió poseer un sistema coherente de ideas, como apuntó Duverger: «No existe filosofía fascista, ni doctrina fascista; existen mitos.» «Nosotros, los fascistas, no tenemos una doctrina preformulada, nuestra doctrina es la acción», pontifica Mussolini en 1919; y Hitler, colocando el pragmantismo por encima de la teoría, desprecia la importancia de los programas: «Una vez que conquistemos el gobierno, el programa surgirá por sí mismo.» En todo caso, estos son sus rasgos definitorios:

a) Omnipotencia del Estado

Los individuos están totalmente subordinados al Estado, y en consecuencia no existe una legislación amparadora de los derechos individuales, que quedan subsumidos en categorías abstractas: Patria, Nación, Estado. En oposición a los democráticos, el Estado totalitario no tolera la separación de los poderes; en el orden político se aniquila toda oposición; en el intelectual, el Estado disfruta del monopolio de la propaganda y la verdad. Las directrices gubernamentales se convierten en dogmas sociales y se ponen al servicio de su ejecución todos los medios compulsivos, ya que también la moral se convierte en un instrumento político. «Todo en el Estado, nada fuera del Estado», escribe Mussolini.

b) Desigualdad de los hombres

Frente al dogma liberal de la igualdad de todos los hombres que enraiza en la tradición bíblica, el fascismo no titubea en sostener que los hombres son desiguales y en consecuencia que sólo una minoría predestinada debe gobernar. Es la teoría de la élite como dirigente de las sociedades humanas, que desecha la herencia griega formulada por Pericles y los sofistas de que todos los ciudadanos tienen una parcela de capacidad perfeccionable por la experiencia para ocuparse de los asuntos públicos. Para los fascistas, la desigualdad es un hecho, pero más todavía un ideal. La aplicación del criterio elitista implica el rechazo de los parlamentos, y de las elecciones, consideradas por Mussolini como una «falacia democrática». Mussolini critica con dureza la ley de los números -esencia de las elecciones- y Hitler asegura que «es más fácil ver un camello pasar por el ojo de una aguja que descubrir un gran hombre por medio de una elección».

La aplicación del dogma de la desigualdad del género humano tiene diversas derivaciones. En primer lugar, una descalificación de la mujer, que al no poseer la misma capacidad que el hombre para el ejercicio de las armas se convierte automáticamente en ciudadano de segunda categoría. Las mujeres, según el código fascista, deben reducir sus funciones a las tres kas (kinder, küche, kirche -niños, cocina, iglesia-). En el seno de la familia vive subordinada al marido, el «jefe» en el modelo de sociedad jerarquizada, y se obstaculiza su inserción social con el criterio espartano de que su papel debe ser preferentemente el de madre de futuros soldados.

Más dramáticas consecuencias tuvo la afirmación de la desigualdad de las razas humanas, que desembocó en el exterminio de las inferiores y en el de los individuos tarados física o psiquicamente. Para los nazis será dogma la superioridad de la raza aria, para los fascistas italianos la superioridad del pueblo de Italia. Los contrastes superioridad-inferioridad se aplican en todos los ámbitos de la sociedad, como resume Ebenstein: «En el código fascista, los hombres son superiores a las mujeres, los soldados a los civiles, los miembros del partido a los que no lo son, la propia nación a las demás, los fuertes a los débiles y (lo que quizás es más importante para el punto de vista fascista) los vencedores en la guerra a los vencidos.»

c) Filosofía de la víctima propiciatoria

Así denomina Künhl la concepción maniquea que divide el mundo de la manera simplista en amigos y enemigos y que deriva en hostilidad contra éstos. Recogiendo el esquema de algunos mitos ancestrales el grupo interno, el que entrama la sociedad, se contrapone al externo, que amalgama los peligros. El grupo interno está formado por el partido, la nación y la raza propias. Buscando la máxima simplicidad, los fascismos descubren como enemigo universal a los judíos, y en torno a ellos se colocan, como creaciones suyas, el capitalismo, el marxismo y la democracia. El antisemitismo respondía a una tradición anterior al siglo XX, a la que se añaden algunas variantes xenófobas que colocan en el grupo externo a minorías como los gitanos, los negros, los homosexuales, los masones o los trabajadores extranjeros. A estas minorías no se les puede aplicar la moral colectiva del grupo, y de ahí que la violencia contra ellas no se considere delito sino un servicio al estado, con lo que se dispone de una válvula de escape para las iras de las masas y se adormece el sentido moral del pueblo, al tiempo que se consigue insuflar en los seguidores devotos un alegre complejo de superioridad. El ciudadano ve la conveniencia de ser verdugo en vez de víctima; la ruptura con la tradición cristiana de la víctima como instrumento redentor es total.

d) Caudillaje

Partiendo del principio teórico de la élite dirigente, se desemboca en el dogma del líder carismático. Una gran nación precisa encontrar un hombre excepcional, el superhombre sobre el que había teorizado Nietzsche, y cuando lo encuentra deben seguirse sus instrucciones sin titubeos. Durante el régimen fascista una gran foto del «Duce» con el lema «Mussolini no se equivoca nunca» presidía las aulas de Italia. El «Duce» o el «Führer» son objeto de una latría sin límites; se les presenta como genios, gigantes dotados de todos los poderes. En las concentraciones escenográficas el caudillo carismático concentra las miradas y los aplausos; los gritos de la muchedumbre en la Piazza Venecia ante el balcón de Mussolini o los congresos nazis de Núremberg con Hitler como señor de los micrófonos, coinciden en la atmósfera sacral que establece una comunión hipnótica entre el guía y sus seguidores. Orwell, en su novela «1984», describe con trazos hiperbólicos al «Gran Hermano», la autoridad que siempre acierta y a la que nadie puede replicar. El modelo de conducta viene dictado por los hábitos de la milicia: disciplina, obediencia, fidelidad, son exaltadas como virtudes supremas, y de manera preeminente han de tributarse al líder. El lema de los jóvenes fascistas era «creer, obedecer, combatir», nueva trinidad que se inicia con un acto de fe; se debe creer por encima de todo en el «Duce».

e) Nacionalismo exacerbado

Por algunos autores se ha afirmado que el fascismo nace de la humillación de la derrota, o de una victoria de la que no se ha obtenido provecho, y que sus mitos expresan la desorientación de los antiguos combatientes. Efectivamente los ex combatientes franceses se opinían a las medidas democráticas, pero su influencia e incluso su radicalización quedaron muy por debajo de la que consiguieron los sectores belicosos en Alemania, que habían sido vencidos. No sería posible una revancha sin una invocación apasionada a la grandeza de la propia nación ultrajada, con lo que se traslada al plano internacional el mismo planteamiento maniqueo amigos-enemigos que dibuja el cuadro interior del país. La guerra se presenta como una actividad calificadora de los espíritus y de las naciones superiores: «Sólo la guerra eleva todas las energías al máximo nivel de tensión e imprime el sello de la nobleza a los pueblos que tienen el coraje de afrontarla» (Mussolini). El nacionalismo exultante encuentra su horizonte auténtico en el imperialismo; la nación poderosa está llamada por la historia a forjarse un imperio y a subordinar a otros pueblos. La doctrina del espacio vital, montada sobre el binomio gran pueblo-gran espacio, le suministra una apariencia de necesidad a la proclamación de los ideales imperiales, que frecuentemente son presentados como una restauración o una recuperación; así Mussolini invoca los fastos del imperio romano como el modelo que el pueblo italiano debe reconquistar.

f) Código de conducta basado en la violencia

Frente a los enemigos interiores y exteriores, se justifica la ruptura de los medios normales de confrontación -de ahí que la guerra y la expansión imperialista se sitúen por encima del derecho internacional-. En el orden interno los líderes aceptan la necesidad de la violencia militar y policíaca en gran escala ante la urgencia de los objetivos y, en consecuencia, se dota a las fuerzas represivas de toda suerte de prerrogativas. Los campos de concentración nazis y la Gestapo son inconcebibles en un sistema democrático. La violencia contra las minorías o contra los disidentes ofrece, por añadidura, la ventaja política de contribuir a la cohesión de la nueva élite y sus fuerzas, como agudamente ha observado Kühnl: «Los delitos cometidos colectivamente creaban entre los fascistas vínculos cuando menos tan sólidos como los nacidos de intereses materiales comunes.»

g) Desconfianza en la razón

La tradición racionalista constituye uno de los legados decisivos de Grecia a Occidente. Al romper con esta tradición, el fascismo exalta los elementos irracionales del ser humano, los instintos, la pasión, primando el sentimiento, elevado hasta el fanatismo antes que el análisis lógico. Frente al Estado democrático, en el que todo se debe someter a discusión, el tabú, lo que no puede discutirse, caracteriza a los regímenes totalitarios. Psicológicamente la existencia de estos tabúes traduce en el individuo y en la colectividad un sentimiento de inseguridad que se trata de ocultar no ejerciendo la actividad de pensar.

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